Hace dos semanas, en el contexto de la Psicoterapia de Grupo de Mayores, uno de los pacientes, Isidro, expresó : "Hoy está el día nublo". Jugué con las palabras mencionadas y lo apliqué al día no solo "nublo" por las nubes sino por el pesimismo que es día contagió a los pacientes viendo un futuro "nublo-gris" e incierto y unas secuelas difíciles que afrontar.
Grupo de Psicoterapia de tercera edad |
A Isidro, según refiere la hermana, le caracteriza el positivismo que le ha acompañado en la vida aún en las situaciones más adversas. Un hombre sencillo del campo, "mozo" (como lo denominan en el entorno rural) que ha sabido sacarle a la vida lo mejor y disfrutar de las pequeñas y cercanas cosas.
De nuevo surge la reflexión entre las diferencias de afrontamiento en función no sólo del alcance de la lesión sino de las diferencias individuales. Lo hablaba con un paciente con estudios superiores que ha alcanzado un puesto relevante en la Universidad y cuya vida gira en torno al trabajo, cómo las personas con mayor nivel intelectual, más intelectualizan, valga la redundancia, la lesión y la afrontan peor.
Los refranes, de los que siempre echo mano, me dan la razón aquí también con la acertada expresión " a mal tiempo, buena cara".
Hablando de "Mayores" quiero dejar dos enlaces que merecen la pena ser compartidos :
Quiero compartir este emotivo Post del blog de Raúl Calvo Rico, un Médico de Atención primaria
Hay atasco de sillas de ruedas en la puerta del comedor de la residencia. Parecen los boxes de un sketch de Benny Hill, si no fuera porque las cabezas bamboleantes, las miradas perdidas, las caras inexpresivas dan una pena terrible. Las auxiliares se mueven a seis mil revoluciones empujando carritos, esquivándose unas a otras milagrosamente, encontrando hueco entre tanto desasosiego para un adjetivo cariñoso, o una caricia que se difumina en ese mar de babas y de ausencias.
Los desayunos están escalonados, pero la primera tanda, la de quienes apenas reconocen una cuchara, esos niños pequeños con sus baberos y sus sopitas de leche, a veces refunfuñantes y obstinados en mantener la boca cerrada con fuerza, a veces agitados y gritones, y a veces aislados en un interior insospechado, esa primera tanda es caótica y alocada. Me pregunto si todo ese caos y guirigay no les regalará aún unos retazos de vida.
Cuando llego a la residencia a esa hora, dedico unos segundos a observar ese tejemaneje como un Pavlov cualquiera haciendo salivar a sus perrillos a base de silbatos. No es el mejor momento para visitas. Las que yo decido buscan horas de siesta y televisión. Estás tan tempraneras me las impone la vida y sus urgencias.
Esa mañana una llamada madrugadora me había llevado a dejarme caer a la peligrosa hora del desayuno. Tardé unos minutos en que alguien me hiciera caso, pero esperé pacientemente consciente de mi inoportunidad. Me habían dicho que habían encontrado a una señora muy desorientada, apenas se la entendía cuando intentaba hablar y usaron esa expresión que puede parecer inconsistente y alejada del pragmatismo que tanto gusta a los médicos, pero que a mí me suele regalar un marco mental muy preciso: "tiene muy mala pinta".
Cuando por fin me volví visible, pregunté de inmediato a quien correspondía la mala pinta, y me la señalaron. Estaba sentada en una silla de ruedas con la cabeza ligeramente extendida, la boca entreabierta como si se hubiera traspuesto aburrida del sketch del atasco mañanero. Yo me acerqué y la acaricié el antebrazo con delicadeza. Hay ciertos despertares que no se merece nadie. Cuando abrió los ojos parpadeó un par de veces como intentando que su cerebro decidiera entre realidad y sueño, e inmediatamente, me agarró del brazo y me acercó a su cara para plantarme dos besos sonoros y achucharme las mejillas contra las suyas mojadas por las lágrimas.
-"Menos mal. Menos mal que has venido. ¡Qué alegría, menos mal!
Yo la entendía perfectamente y la fuerza, al menos de las extremidades superiores, estaba conservada, simétrica, y era de cinco sobre cinco, a juzgar por la llave asfixiante de lucha libre mejicana a que me tenía sometido. Me liberé unos segundos antes de morir ahogado pero cuando el árbitro ya había golpeado tres veces en el suelo del ring, e intente recuperar el aliento mientras una auxiliar la llevaba al interior de la pequeña sala de recepción que usaba siempre para hablar con los residentes a solas y hacerles alguna que otra exploración poco complicada.
Me senté a su lado y me agarró la mano, con un nuevo desafío a la hipotonía. Me contó lo mal que se había sentido de pronto esa mañana tras levantarla de la cama y el miedo terrible que le asaltó cuando pensó que aquello era más que una breve indisposición. Mientras tanto, yo trajinaba con mi fonendo y mi pulsi, sin dejar de cogerla la muñeca delicadamente, apoyando dos dedos sobre una arteria arteria radial débil y bastante dislocada. Ella, de vez en cuando, recuperaba su jaculatoria de menos mal, menos mal, qué alegría de verte, mientras yo oía a su corazón fibrilar cansado.
Habían pasado bastantes años desde que se presentó con su hijo en mi consulta, malhumorada, violentada por sentirse obligada al destierro de una residencia en un pueblo que no conocía, por ese médico joven que después de tres o cuatro consultas había empezado a quitarle pastillas que llevaba años tomando, e intentaba convencerla que estaría mucho mejor sin tantos potingues. Se habían echado encima los últimos años de la vida, los que parecen arrastrar días de cuarenta y ocho horas, y noches en las que cierras los ojos sin saber si esas sombras serán el fin definitivo de la serie o quedara aún algún capítulo.
Con ese tiempo de granito gris, nuestra relación se había consolidado y en el cajón de mi armario esperaban los fríos invernales una bufanda de lana morada podemita, y sobre la cama de mi hijo pequeño, un osito de peluche heredado de una de sus nietas.
Ya no había visita a la residencia que no viviera como algo personal, en la que no buscara al menos una breve palabra o me robara un beso en la mejilla que le sirviera para contar orgullosa a las otras compañeras que el medico siempre encontraba un momento para ella, porque la daba un trato especial. Y yo mantenía esas pequeñas vanidades porque me daba la gana, porque me parecía que aquella mujer tenía derecho a soñar con lo que le diera la gana.
- ¿Has empezado a hacerme ya la bufanda?- le pregunté mientras terminaba el repaso comprimiendo sus tibias con mis pulgares.
- Ya me ha comprado mi hijo la lana, no te creas. - Pescó mi mano en el aire como un oso cazando salmones y me obligó a agacharme acercándome a su cara. Me miro desde detrás de sus cristales y desde dentro de sus ojos glaucomatosos y turbios, y me susurró como un secreto de enamorados - Al hospital no, por favor. Al hospital ni hablar.
No apartó su mirada ni aflojó la presión de su mano hasta que negué con la cabeza y adivino la determinación de mi mirada.
-"No te preocupes, tendré acabada tu bufanda antes de que se echen los fríos".
Hay compromisos que se sellan con una mirada, compromisos inquebrantables que nos transforman en héroes aunque en realidad no seamos nada más y nada menos que personas.
Dejo, asimismo, est enlace de "Heróes Anónimos" del último programa LOS MAYORES MOLAN, con el proyecto único y solidario de
Adopta Un Abuelo, una ONG con jóvenes voluntarios que adoptan a abuelos para
hacer un mundo mejor y más solidario