La torre del camaleón
que conocía cada palmo de la ciudad, que podría caminar por ella con los ojos
cerrados; recorrer sus callejuelas, atravesar sus puentes o pasear por el parque
frente a la bahía. Con solo respirar el aroma del río Blue Rain podía saber si me
encontraba en las proximidades del puerto, junto al puente de la Esperanza o si
había alcanzado el estuario. Zack me demostró que había rincones de la ciudad que
no conocía y me abrió los ojos a un mundo singular.
Nos encontramos en un pequeño café de la calle del Ámbar. Lo cierto es,
que fue él quien me encontró, de eso me enteré tiempo después. Aquel café era
un lugar tranquilo donde las vibraciones eran tenues. El caos de la ciudad se
quedaba tras la puerta y allí podía pensar, tomarme un respiro. Como cada tarde
tomé asiento al fondo de la barra donde la luz era tenue. Esperaba a Antonio, el
camarero, para pedirle mi acostumbrado café; él ya conocía mis gustos. Tras la
barra apareció Zack, me dio las buenas tardes mientras preparaba mi café, corto,
en vaso de cristal, con un chorrito de leche fría y un palito de galleta bañado en
chocolate. Lo observé sorprendida mientras lo preparaba. Tal vez Antonio le dejó
instrucciones de cómo hacerlo, pensé. Sonrió consciente de mi sorpresa.
—Espero sea de tu agrado.
El movimiento de sus labios al hablar era como el de una pareja bailando un
vals, elegante, pausado.
Jamás probé un café igual. Al ver mi expresión sonrió satisfecho. La tarde se
esfumó sin más, la pasamos conversando, cada uno a un lado de la barra. Cuando
quise darme cuenta ya era noche cerrada.
—He de irme.
—Espera, ya he terminado. Te acompaño.
—No es necesario. Lo siento, te he entretenido y apenas has trabajado
desde que he llegado. Espero no causarte problemas.
—No te preocupes —me dijo—En ningún momento he desatendido mis
obligaciones.
Las aceras estaban húmedas. La tarde debió ser tormentosa pero cuando
alcanzamos la calle el cielo estaba despejado. Las farolas proyectaban una luz
tenue como de otro tiempo. La ciudad parecía cansada, pero caminar por sus calles
junto a Zack me embriagó, me colmó de una paz inmensa.
—Quisiera enseñarte algo antes de acompañarte a casa. Espero que no sea
demasiado tarde.
Miré el reloj, fue un impulso porque, fuera tarde o no, pensaba decir que
tenía todo el tiempo del mundo.
Callejeamos en silencio, de vez en cuando detenía sus pasos y bajo la
luz de una farola para que pudiera entender el baile de sus labios, me hacía un
comentario, una pregunta. Que agradable sensación provocaban aquellas palabras
pronunciadas por esos labios sosegados.
Aquella tarde vi por primera vez la torre del camaleón.
—¿Esta torre siempre ha estado aquí? —pregunté sorprendida.
—Desde hace siglos. —Zack soltó una sonora carcajada que hizo vibrar todo
su cuerpo.
Aquel torreón cuadrado, sobre el que descansaba un enorme camaleón,
sobresalía al menos diez metros sobre los edificios colindantes. Aquel camaleón
disfrutaba seguramente de las mejores vistas de la ciudad, del río y su espléndido
estuario.
Mientras atravesábamos el vestíbulo me preguntaba como podría
habérseme escapado la presencia de semejante edificación.
—No te atormentes. Mi hogar pasa desapercibido a menudo.
Subimos a lo más alto, hasta el ojo del camaleón. Las vistas de la ciudad me
dejaron boquiabierta.
—¡Esta ciudad es tan bonita!
—El mundo es bello, querida. Lo que ocurre es que nos empeñamos en
afearlo, creamos oscuridad donde solo hay luz, tristeza y dolor donde reina la paz.
El ser humano está enfermo, y ni siquiera es consciente de ello.
La brisa de la noche era fresca y sentí un escalofrío.
—Bajemos a tomar una copa frente a la chimenea.
Descendimos y caminamos a una sala repleta de vida, de conversaciones
animadas, de lecturas acomodadas bajo antiguas lámparas. Todos se mostraron
encantadores. Después de saludar y presentarme a algunas personas me tomó del
brazo y me miró a los ojos.
—Vayamos a la otra sala, allí estaremos más tranquilos.
—¿Qué es esto, un hotel? —pregunté.
Zack volvió a soltar una de sus carcajadas. Las vibraciones escapaban por su
brazo alcanzando mi cuerpo.
—No por Dios. Este es mi hogar. Algunos trabajamos y vivimos aquí, otros
sólo trabajan y algunos, simplemente pasan un rato, una temporada.
—¿Que tipo de trabajo realizáis?
—Todo a su debido tiempo —dijo.
Dejé de leer sus labios y decidí escuchar lo que sus ojos tenían que
contarme. No sabría decir cuantos años tenía Zack por aquel entonces. Su mirada
tenía la sabiduría de un hombre mayor, La sonrisa ingenua de un niño. El amor
sincero del que nunca ha sufrido. Posé mi mirada en sus manos. Tenía una piel que
intuía aterciopelada. Acaricié su mano sin pensar y él observó sin decir nada.
—Perdona mi atrevimiento. —me excusé bajando la mirada, avergonzada.
Zack tomó mi barbilla para que le prestara atención.
—No te disculpes.
No pude evitar seguir escrutando su aspecto. Su cuerpo atlético y su porte
elegante parecían pertenecer a un hombre joven y sin embargo estaba convencida
de que casi me doblaba la edad.
Fue una noche estupenda. Me acompañó a casa y me invitó a regresar
cuando quisiera. Lo hice. Cada vez más a menudo, hasta que se convirtió en una
costumbre. Pasé varios meses entrando y saliendo de la torre del camaleón.
Disfrutando de su imponente color, de sus cambios de tonalidad según mi
estado de ánimo. Observando la ciudad, observando como se desarrollaban los
acontecimientos.
En una ocasión, Zack tomó mis manos y me pidió que cerrara los ojos.
Entonces me habló.
—He de decirte algo importante. Creo que ya estás preparada para conocer
la verdadera historia de la torre del camaleón. Aquí observamos el mundo,
protegemos un mensaje importante y buscamos indicios que nos indiquen que el
hombre por fin estará preparado para escucharlo. Pero mientras el ser humano
se empeñe en hablar diferentes lenguas, adorar a dioses distintos, mientras se
empeñe en luchar por demostrar que el color de su piel es más pura, mientras
la ambición haga estragos, nada podemos hacer. Te conozco desde que eras una
niña. He esperado todo este tiempo, pero por fin llegó el momento y por eso fui a
buscarte aquella noche.
Tardé en abrir los ojos un rato. Me aferré a sus manos mientras mis
lagrimas rodaban por mis mejillas sin control. ¡Escuche su voz! De veras la escuché.
El menaje era absurdo, solo podía ser contado por un loco, pero su voz era tan
maravillosa como todo lo suyo. Hubiera deseado quedar ciega de por vida si eso
me hubiera permitido escucharlo más a menudo.
—Piénsalo, tomate tiempo, pero me gustaría que trabajaras aquí, conmigo.
—Me acompañó a casa y se despidió con la misma frase—. Tomate tu tiempo.
En la soledad de mi cuarto tomé conciencia de que aquella primera noche
que descubrí la torre del camaleón ya tomé mi decisión. Aun así tardé en regresar a
la torre. Decidí que tenía que zanjar algunos asuntos antes de dar el paso. No creía
ni una palabra de lo que me contó y sin embargo estaba dispuesta a dedicar todo
mi tiempo a aquella absurda causa. Casi un mes después, caminé hacia la torre con
mis pertenencias metidas en una maleta. La torre se veía imponente, la luz del sol
se reflejaba proyectando sobre su fachada un color verde intenso a veces azulado,
y según avanzaba se tornaba violeta y rojizo. No tuve que llamar, Zack me esperaba
en la puerta.
En la torre del camaleón el tiempo transcurría lento y la atmósfera de esa
casa lo envolvía todo con un halo entrañable, me mantenía en un constante estado
de aturdimiento, la felicidad era casi insoportable. Fueron muchos los momentos,
las conversaciones. Una noche me preguntó si nunca había deseado tener hijos.
—Nunca. Bueno, alguna vez, pero, no encontré el momento, no encontré la
persona adecuada. Y..tú, ¿los echas de menos?
—Tengo un hogar lleno de personas que me necesitan, que me quieren y se
preocupan por mi. Soy un padre afortunado ¿No crees?
Me enseñó que podía divisar el mundo entero desde allí arriba. Había
otras torres, otros camaleones diseminados por la tierra y todos ellos conectados.
Pasábamos horas observando el mundo bajo al atenta mirada del camaleón. En
ocasiones descubríamos alguna persona digna de compartir nuestro secreto. En
muchas ocasiones acompañé a Zack a acudir a su encuentro. Recorrimos medio
mundo juntos.
A veces necesitaba estar sola y regresaba a mis paseos por el parque de la
bahía. Allí decidí que no podía seguir engañando a aquel loco maravilloso. No creía
en su lucha, era sincera en todo lo demás, pero mi dedicación solo justificaba mi
egoísmo. En la torre, junto a Zack y los demás, lo tenía todo. Me sentía querida, era
feliz. Regresé del paseo y me encerré en mi cuarto. Con la complicidad de la noche
salí de la torre sin mirar atrás, sabiendo que me arrepentiría de lo que estaba
haciendo, pero satisfecha por ser honesta, conmigo y con el loco de Zack. Recuperé
mi vida. Caminé cientos de veces hacia la calle y observaba la torre que, poco
a poco, perdía su esplendor. Se tornó gris y un día desapareció bajo una espesa
bruma. Me convencí de que era lo mejor. La ciudad se fue decolorando y no regresé
jamás a aquel café.
Hasta que no pude más. El día era claro y la niebla no podría ocultar su
presencia. Caminé calle adelante intentando adivinar su silueta, necesitaba verla,
aunque fuera gris. Pedí de corazón al camaleón que se mostrara ante mi. Pasé
horas sentada en la acera observando el vacío entre los edificios. Vencida, decidí
regresar a casa, entonces alguien posó su mano sobre mi hombro y di media vuelta
para ver quien era.
—Regresemos a casa —me dijo Zack.
Cuando de nuevo tuve la torre frente a mi, se mostraba majestuosa, con
sus brillos tornasolados, creando una coreografía de colores maravillosa. Jamás
escuché un reproche por lo que hice. Cuando confesé que todo aquello me parecía
una locura posó de nuevo su mano en mi hombro.
—Ya lo entenderás. Todo a su debido tiempo.
Fui descubriendo cosas, aprendiendo a interpretar, a esperar y a no
desesperar ante la necedad del ser humano. Aprendí a ser optimista y ver la luz en
pequeños detalles, pequeños gestos de algunas personas. Aprendí a confiar en que
con el esfuerzo de unos pocos algún día conseguiríamos darle la vuelta al mundo y
hacer comprender a los hombres lo errado de su camino.
Durante ese tiempo Zack envejecía y yo maduraba sin darme cuenta. Y
seguía aprendiendo.
—¿Que es eso que tienes en el brazo? —pregunté una tarde.
—Es sólo una marca, una señal. Cuando mi tiempo llegue a su fin, la marca
se desdibujará, mientras, otra aparecerá en otro brazo. Creo que mi tiempo se
agota.
—No digas tonterías. ¿Quién se ocupará de esto cuando tu faltes?
—No lo sé. Todo a su debido tiempo. Tal vez seas tú, o cualquiera de los que
están aquí. Así no hay rivalidades, nada tenemos que demostrar. Uno es libre para
irse o quedarse.
—¿Alguna vez os ha traicionado alguien?
—Jamás. —Zack me regaló una de esas carcajadas que me llenaban por
dentro hasta reventar. Como si lo que planteaba fuera un absurdo imposible.
El tiempo pasa. Hace años descubrí una pequeña mancha en mi brazo. Crece
despacio. Llevo tiempo observando con disimulo la suya y de momento permanece
intacta.
Recuerdo una de nuestras veladas como la mejor. Todavía hoy, años
después, cierro los ojos sentada en el sofá junto a Zack y rememoro aquel tiempo.
La vibración de la música llegaba hasta la azotea. El ritmo de un vals entraba en mi
cuerpo haciéndome cosquillas en las plantas de los pies. Imaginé lo bello que sería
disfrutar de la música y de los labios sensuales de Zack contándome alguno de
esos instantes maravillosos que había vivido y que compartía conmigo. Le tomé las
manos y le pedí que bailara conmigo.
—Ya soy mayor para eso, además dejé olvidado el ritmo dentro de unos
calcetines viejos.
—Baila conmigo —insistí.
Observé la sonrisa infantil de sus ojos, y sucumbió ante mi insistencia.
Tomó mis manos y me dejé llevar por sus pasos. Cerré los ojos para disfrutar del
momento. Entonces volví a escuchar su voz.
—¿Sabías que al igual que tú, el camaleón carece de oído externo? Se deja
guiar por las vibraciones. Siempre pensé que eso era una señal.
Terminó el vals y todavía permanecimos un rato abrazados, él hablaba y yo
me perdía entre la musicalidad de sus palabras.
Supe que no podía engañarle, supe que era consciente del paso del tiempo.
Le convencí para que dejara que me trasladarse a su cuarto. Quería apurar hasta
el último segundo junto a él. Hice llevar una pequeña cama auxiliar y me acomodé
junto a él. Pasado un tiempo, Zack comenzó a andar con dificultad. Nos hemos
trasladado al ojo del camaleón. Podemos disfrutar de las vistas que nos ofrece su
ojo que todo lo ve. Ahora no sé que pensar, no creo ser digna, no se si seré capaz de
afrontar tanta responsabilidad. Todavía no se que es lo que creo realmente.
—No sufras. Antes o después volveremos a vernos.
—Me buscarás si me pierdo entre los rincones de la eternidad.
—No te perderás y yo no andaré muy lejos.
Me gusta dormirme observando el mundo lleno de pequeños locos que no
saben que existe la cordura. Me gusta observar las estrellas y después observar
como sus labios bailan al darme las buenas noches. Me gusta ver la mirada infantil
de esos ojos cansados antes de cerrar los míos y descansar.
Betty
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