jueves, 19 de diciembre de 2019

No era buen tiempo ni buen lugar para los diferentes

Abel Hernández. Periodista y escritor.
No se si alguna vez os presenté a Abel Hernández, mi cuñado, en este portal con motivo de uno de tantos escritos o de su blog.


En esta ocasión le pedí colaboración para un artículo de la Revista Infomédula para el reportaje de la España Vaciada. Me interesaba conocer sus vivencias en relación a las  situaciones de "discapacidad" en Las Tierras Altas de Soria. 

Cuelgo su colaboración publicada en el último número de Infomédula.

"No era buen tiempo ni buen lugar para los diferentes"

Nos situamos en los años de la posguerra, en las Tierras Altas de Soria, un rincón pobre y abrupto de la España rural, donde Castilla pierde su nombre. Eran los tiempos del racionamiento, de los delegados, del pan negro, de la economía del trueque y del estraperlo. En cada caserío se podía ver a más de un mutilado de guerra -sin una pierna, sin un brazo, tuerto o sordo como una tapia- a los que el régimen, además de sufragar al cojo la pata de palo, otorgaba algún beneficio civil: el correo, el estanco o la secretaría del Ayuntamiento.
Estos son recuerdos de mi infancia lejana. En el pueblo no había, por no haber, ni agua corriente ni luz eléctrica. El terreno era escabroso y las calles estaban sin asfaltar, con un empedrado deficiente y rudimentario, poblado de cagajones y cagarrutas. No había coches, ni carros, ni bicis. Aún no habían llegado los tractores ni las cosechadoras. En realidad allí no existía la rueda. Cualquiera con un problema serio de movilidad -ancianos, cojos, paralíticos…- tenía dificultades para moverse por la calle. A nadie se le había ocurrido entonces todavía eliminar barreras arquitectónicas ni dentro ni fuera de casa para facilitar la movilidad.
Recuerdo bien el caso de los hijos del tío Casimiro y la tía Milagros. Formaban una familia numerosa. Ella llevaba el horno comunitario del pan que estaba junto a la plaza. Vivían en el barrio de abajo, entrando por un callejón. Poseían un perro peligroso, que estaba siempre suelto. Se llamaba “Reverte” y mordía al que se acercaba desprevenido. La mitad de los hijos estaban sanos y la otra mitad sufrían una enfermedad neurológica, que iba avanzando desde la infancia hasta impedirles andar, además de otros problemas que se agravaban con los años fatalmente, hasta convertirlos en desechos humanos antes de morir. Su vida era corta. Me acuerdo, sobre todo, de dos de ellos, el Isidro y el Faustino, que eran un poco mayores que yo.
Se pasaban la vida, sin bajar nunca a la calle, aposentados en una salita y asomados a un balcón enrejado que daba al callejón, del que se adueñaba el perro. Se entretenían, sobre todo, con las noticias del fútbol y las quinielas. Allí pasaban los pobres la vida, su corta vida, aparcados sin moverse, viendo pasar las nubes y el revuelo de los gorriones en el tejado de enfrente. Nadie les proporcionó una silla de ruedas ni un mal carricoche para dar un paseo. Eso era un sueño imposible entonces. Mi hermano y yo, en vacaciones, nos pasábamos las horas muertas con ellos. Se alegraban de vernos. Éramos, creo, los únicos que los visitábamos. La gente del pueblo les tenía compasión,
pero procuraba ignorarlos como si no existieran. Nadie preguntaba a los padres:“¿Cómo están los chicos?”
Todo lo contrario de lo que ocurría con el que tuviera un defecto físico. Eso se convertiría en su seña de identidad, y, en los casos más llamativos, sería objeto de la burla de todos. Ocurría desde los niños de la escuela, por cualquier deficiencia, a los viejos que habían perdido la cabeza con los años. Su desorientación y sus salidas producían risa. La gente se reía del deficiente por sistema, sin compasión alguna. Con frecuencia un defecto del padre o de la madre se convertía en el apodo con que era conocida esa familia durante generaciones. Por lo general, un defecto muy visible proporcionaba la seña de identidad del individuo: La tía Sorda, el Sordo, el Manquillo, el Bisojo, el Cuatrojos, la Tía Pelavivos, el Murco, el Miralcielo… Entre los niños, al deficiente o al distinto se le hacía la vida imposible en la escuela y se le discriminaba en el recreo con la complicidad general de los mayores. Del “tonto del pueblo” -en cada pueblo había uno, como había aguacil o cabrero,- se reía todo el mundo.
Me viene, a este propósito, a la cabeza el caso del “Tuto, el cacharrero”, que fue un caso singular. Llegó a ser muy popular en la comarca. Un hombre joven, que venía del pueblo vecino, corto de mente, bondadoso y peculiar. Por unas pesetas hacía de ayudante del vendedor de los cacharros: cazuelas, pucheros, botijos... Mientras éste extendía la mercancía en la plaza, el Tuto iba “echando el pregón” pausadamente por las calles del pueblo. En vez de gritar, anunciaba con una voz característica, suave y contenida, casi dulce: “¡El cacharreroooo…!” Y los niños salíamos a su encuentro, divertidos. Nadie le quería mal, pero todos -las mujeres, los hombres, los muchachos-le preguntaban cien veces, uno detrás de otro: “Pero vamos a ver, Tuto, ¿tú cómo te llamas en realidad?”. Y él respondía a todos siempre lo mismo, sin alzar la voz, sin enfadarse nunca, con paciencia y suavidad, con los ojos mirando al suelo: “ Pues lo mismo me da que me llamen Tuto que Restituto”. La respuesta esperada provocaba la carcajada general. La frase llegó a hacerse popular y la gente de la comarca la repetía cuando quería expresar que no tenía preferencia por algo o que no le importaba nada lo que dijeran de él.
La crueldad de los vecinos con el que rompía las normas establecidas en la comunidad se mostraba con especial virulencia contra los sexualmente diferentes. Nadie se atrevía a mostrar abiertamente su homosexualidad. Oí el caso de un muchacho de un pueblo de al lado, un tanto amanerado, al que se le descubrió esa tendencia , y la familia, avergonzada, se vio obligada a emigrar para evitar el escarnio y el acoso inmisericorde de los vecinos. Todo el mundo lo conocía por “El Mariquita”. Además, entonces declararse homosexual era políticamente incorrecto. También suponía un suplicio el que tenía que soportar una mujer -esto no ocurría con un hombre-, sobre todo si estaba casada, de la que se sospechaba un desliz o una relación ilícita. El caso se convertía automáticamente en la comidilla del vecindario. La mujer, también si era soltera, quedaba expuesta a la pública vergüenza y encontraría dificultades para encontrar novio. También era demoledor en aquellas tierras castellanas el hecho de que alguien adquiriera fama de ladrón, aunque fuera por haber cogido distraídamente una lechuga del huerto del vecino. Robar era imperdonable, y la mala fama de los padres se transmitía a veces a los hijos durante varias generaciones. En fin, como digo, no era aquel buen tiempo ni buen lugar, según mis recuerdos, para los diferentes, para los débiles, para los tullidos, ni para los que se saltaba las normas sagradas de la comunidad.(Abel Hernández).

Gracias, Abel, por tu desinteresada colaboración. Una mirada interesante y un buen relato como caracteriza a tus escritos.


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