El valor de una lata de refresco
Decía Machado que es de necios confundir valor y precio. Hablemos pues, del valor, y en concreto del valor de una lata de refresco, sin preocuparnos de su precio. Y de Damián. Unos treinta años: hombre joven, como ven. Casado, felizmente. Dos hijas: 6 y 3 años. Palista y camionero de profesión, motero, rockero y barranquista, cazador, buen bebedor de cerveza... y tetrapléjico. Una noche animada, una chica que no era su legítima, un paseo en moto - dirán ustedes: un clásico. Pues sí.- Y una señal de tráfico que estaba donde sí debía estar. Fue la moto la que iba por donde no debía ir. En resumen: un tetrapléjico sin remisión y una muerta, también sin remisión, como suele suceder.
Damián ya era veterano en el HNP cuando yo llegué. Compartíamos habitación y origen: los dos éramos maños. Conversábamos de todo y de todos antes de apagar la luz, cada noche, como dos íntimos amigos de toda la vida.
Damián necesitaba ayuda para cada actividad cotidiana; para levantarse y para acostarse, para hacer las transferencias en el baño, para su aseo, para vestirse o desnudarse, para que le pusieran un tenedor de mango anchísimo en la mano agarrotada y poder comer él solo sus escarpines de york y queso... Cada tarde jugaba incansablemente al ping-pong con sus familiares. Cada día subía y bajaba incontables veces, marcha adelante y marcha atrás, la rampa del hospital. Pero era un dependiente absoluto, que ni siquiera podía cambiar de postura en la cama. Todo un carácter encarcelado en un cuerpo de sangre, hueso y músculo absolutamente gripado...
Una tarde apareció en la habitación con una lata de refresco en el regazo y me anunció solemnemente que iba a tomársela. Después de abierta, claro. Y él la iba a abrir sin recurrir a nadie.
Lo intentó con los dedos, pero no pudo. Lo intentó usando un llavero como palanca para levantar la anilla abre-fácil (según para quien, como ven). Se le caía de las manos. Juraba. Volvía a la carga.
Después de mucho tiempo, viendo los fracasos sucesivos de sus intentonas, de sus estrategias, hablé:
- Damián, pásame la lata. Te la abro...
- !Vete al cuerno, copón! exclamó sin dejar margen a la insistencia.
Y empezó a tratar de levantar la anilla de aluminio con los dedos de nuevo, con los bordes de las manoplas de cuero que usaba para impulsarse en la silla de ruedas... Finalmente, usó la nariz.
Cuando después de muchos minutos largos como eones, de más fracasos y juramentos, de vuelta y vuelta a la carga, levantó la vista hacia mi, estaba radiante, feliz, orgulloso, triunfante...con su barbilla chorreante de sangre que goteaba profusamente de una nariz en carne viva, con la camisa salpicada de sangre, sus manos ensangrentadas... El refresco gasificado borboteaba por el orificio, ya abierto, y caía por los lados. Le di un abrazo, al pasar junto a el y le murmuré : " Par de güevos tienes, maño...". Me empujó con el hombro, amistosamente. " No corras mucho, gacela" me dijo con toda su sorna maña. Me detuve un instante, junto a la puerta. Me afiancé sobre mi pata de palo y una muleta y, ya con una mano libre, extendí el brazo hacia él y levante bien levantado el dedo corazón. Soltamos una carcajada... Salí renqueando al pequeño cosmos hospitalario para hacer mis paseos vespertinos a paso de tortuga...
Ese fue el valor que adquirió, desde entonces, para mí una humilde lata de aluminio para refrescos. Fue la lanza, la espada, el puñal con el que Damián venció al desaliento y a la humillación diaria de la dependencia absoluta.
En Ávila, a 4 de octubre de 2014
J.M. Ara
J.M. Ara
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