No se si algunos seguidores saben que formo parte del Comité de Ética Asistencial (C.E.A.) del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo (en concreto, ostento la Vicepresidencia). Leer a
Diego Gracia, padre de la Bioética, siempre es un placer y difundir sus conocimientos me parece casi obligado. Hoy quiero compartir con los seguidores del blog estas
reflexiones sobre los valores y el valor de la belleza?
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Diego Gracia |
El porvenir de una ilusión
The Future of an Illusion
Diego Gracia
Presidente de la Fundación de
Ciencias de la Salud
Hace ahora casi un siglo, en 1927, publicaba Freud
su libro El porvenir de una ilusión. En él
creía estar firmando el certificado de defunción de un
valor, el religioso. Han pasado menos de cien años, y el
diagnóstico ha subido de tono, porque ahora lo que está
en juego no es sólo el porvenir del valor religioso, sino de
todos aquellos que la filosofía ha venido definiendo secular,
milenariamente, como valores intrínsecos o valores en sí,
y que hoy pasan por ser puramente ilusorios. Los calificativos de
“intrínsecos” y “en sí” tenían por
objeto el diferenciarlos de otros que, por contraste, recibían
el nombre de valores “instrumentales” o valores “por
referencia”. Este es el caso de todos los valores técnicos.
El coche que me transporta tiene valor en tanto que sirve para
desplazarme a ver a los amigos o a realizar mi trabajo, de igual modo
que el fármaco que tomo vale en tanto en cuanto me quita el
dolor de cabeza o mejora las cifras de mi tensión arterial. El
fármaco es un instrumento al servicio de otro valor distinto
de él mismo, que es la salud o la vida, y el coche es también
un instrumento para visitar a un enfermo o impartir una clase en la
Facultad. Si el fármaco no sirviera para eso, diríamos,
con toda razón, que “no vale para nada”.
Los
valores instrumentales se caracterizan por eso, por ser meros
instrumentos al servicio de otros que, so peligro de caer en un
regreso infinito, hemos de llamar valores en sí o valores
intrínsecos. Hay cosas que valen por sí mismas. Esto es
algo más difícil de ver, pero por ello mismo en extremo
importante. Pensemos, por ejemplo, en el valor belleza. No hay duda
de que las cosas nos parecen bellas o feas, o más bellas o más
feas, y que este fenómeno de la estimación estética
de las cosas no es opcional, ya que se da siempre y necesariamente en
los seres humanos. Todos estimamos las cosas estéticamente,
por más que podamos no coincidir en el contenido de esa
estimación. Es muy posible, e incluso probable, que a unos nos
parezcan bellas cosas que otros consideran feas. Este es el origen de
la expresión popular española “sobre gustos no hay
nada escrito”, que tanto daño nos ha hecho. Por supuesto que
hay mucho escrito sobre gustos; hay bibliotecas enteras. Por otra
parte, la percepción de la belleza no parece ser algo tan
errático como esa frase da a entender. De hecho, todos los
niños estimábamos que la doña Urraca de nuestros
comics era fea, rematadamente fea, y nos quedábamos extasiados
ante el rostro de Cenicienta en la película de Walt Disney.
No, eso de la belleza no debe de ser tan subjetivo y errático
como se nos ha hecho creer.
El caso de la belleza es a
este respecto especialmente ilustrativo. ¿Por qué
estimamos unas cosas como bellas y otras como feas? El tema ha venido
intrigando a la filosofía desde sus mismos orígenes en
la Grecia clásica. Las respuestas han sido múltiples.
Unos han pensado que las cosas son bellas cuando nos parecen
naturales, o porque resultan armónicas, o por su ritmo, o por
la utilidad que tengan, etc. Splendor veri, la belleza es el
esplendor de lo verdadero, decían los platónicos;
splendor formae, el esplendor de las formas, corregían
los escolásticos; splendor ordinis, afirmaba Agustín
de Hipona. En todos los casos se trata de lo mismo, de que tiene que
haber una cualidad distinta de la belleza misma que sea la causa de
que las cosas nos parezcan bellas. Esto supone tanto como hacer de la
belleza un valor de los que antes hemos llamado instrumentales o por
referencia. Fue en fecha tan tardía como el siglo XVII cuando
los filósofos comenzaron a pensar que la belleza es una
cualidad propia y distinta de todas esas otras a las que pretendía
reducírsela, el orden, la utilidad, el ritmo, la armonía,
la verdad, la forma, etc. De hecho, hay cosas que nos parecen bellas
y que ni están ordenadas, ni son naturales, ni rítmicas,
ni armónicas. Es más, es en esas cosas en las que
tenemos experiencia de la belleza pura, es decir, de lo que es bello
por sí mismo, sin que se pueda atribuir esa cualidad a algo
distinto, sea esto el orden, la armonía o cualquier otra
característica.
Analizando el fenómeno de
la belleza, los filósofos descubrieron que hay cosas bellas en
sí y por sí mismas, no por referencia a cualquier otra
cosa o cualidad distinta de ellas. Hay unos versos de Angelus
Silesius que cita Heidegger y que dicen: “La rosa es sin porqué;
/ florece porque florece.” Lo único que cabe decir es que
algo nos parece bello sin porqué, o porque sí, sin otra
posibilidad de explicación. Si desapareciera esa cualidad,
aunque todo lo demás permaneciera en el mundo, creeríamos
haber perdido algo estimable, importante, es decir, algo valioso. Hay
cosas que valen por sí mismas. Aristóteles, el gran
Aristóteles, lo dijo ya con toda claridad en debate con su
maestro Platón al comienzo de la Ética a Nicómaco:
“A propósito de lo dicho se suscita una duda, porque no se
han referido estas palabras a todos los bienes, sino que se dicen
según una sola especie, los que se buscan y aman por sí
mismos, mientras que los bienes que los producen o los defienden
de algún modo o impiden sus contrarios se dicen por
referencia a éstos y de otra manera. Es evidente, pues,
que los bienes pueden decirse de dos modos: unos por sí
mismos y otros por éstos, separando, pues, de los bienes
útiles los que son bienes por sí mismos.”
(Et Nic. I 6: 1096 b 7-15)
Hay valores
intrínsecos o por sí mismos y valores instrumentales o
por referencia. Resulta sorprendente que hoy pueda parecernos tan
extraña esta constatación elemental. ¿A qué
se deberá? El diagnóstico de Heidegger es implacable:
la civilización de Occidente llevó a cabo en el siglo
XVIII una opción preferencial por los valores instrumentales
en detrimento de los intrínsecos. Vivimos en la cultura
tecnocientífica. Es el imperio de los medios sobre los fines.
Hemos ordenado la vida alrededor de los valores instrumentales. Y
como estos son los que se pueden medir y se miden en unidades
monetarias, resulta que la economía se ha convertido en la
ciencia explicativa de todo o de casi todo. Es la nueva filosofía.
Las cosas tanto valen cuanto cuestan. Y los seres humanos
también.
Esto es “racionalidad instrumental”,
el objeto de estudio de varios de los artículos del presente
número de EIDON. En ella impera la “voluntad de poder”
descrita por Nietzsche, origen de una profunda “transvaloración”
o revolución axiológica. No es que no se necesitara
revisar a fondo alguno o varios de los valores más influyentes
en épocas anteriores; es que al dar al traste con ellos hemos
tirado por la borda la propia categoría de valor intrínseco.
El resultado es el imperio de la razón instrumental, en la que
todo se compra y se vende, estudiada con tanto ahínco por los
miembros de la Escuela de Francfort. Es la “época del
nihilismo”, algo que ya por su propio nombre asusta. Los valores
intrínsecos son los más importantes en la vida de las
personas, y no verlo así es negar la evidencia. Esta táctica
del avestruz es la propia de quien los latinos llamaron insipiens,
insensato, ese que Antonio Machado trató de caracterizar
en sus conocidos versos: “Todo necio confunde valor y
precio.”
Tras el análisis que Jesús
Conill y Adela Cortina hacen en sus respectivos textos de la
categoría de razón instrumental, Antonio García
Santesmases se ocupa en el suyo de la racionalidad política.
No hay duda de que el ejercicio de la política tiene mucho de
negociación entre intereses particulares, los propios de los
grupos sociales que representan los distintos partidos políticos.
El político no hace lo que quiere sino lo que puede o lo que
le dejan hacer los demás, tanto sus votantes como las otras
fuerzas políticas con las que necesariamente tiene que
negociar. De ahí el tufillo a casa de cambios o a mercado
público que desprenden con frecuencia las negociaciones
políticas en cualquiera de sus niveles. De ahí también
que resulte tan difícil no ver la “razón de Estado”
como un tipo de racionalidad instrumental. Santesmases es bien
consciente de ello, y dista mucho de negarlo en su artículo,
pero llama la atención sobre el papel de los intelectuales en
la vida política. De hecho, la historia española del
siglo XX no se entiende, dice, sin los ideales que proclamaron y
defendieron los intelectuales de la Generación de 1914. Son
los intelectuales quienes tienen la misión de educar a la
sociedad y crear opinión pública. Si existe una penuria
de valores, si triunfa la racionalidad instrumental sin ningún
tipo de resistencia, la culpa no podrá echarse exclusivamente
sobre los hombros de los políticos sino también, y
quizá en mayor medida, sobre los de los intelectuales. ¿O
será que ellos también se han puesto al servicio de la
racionalidad instrumental?
Madrid, Junio 2015
Madrid, Diciembre 2014